La partida de mi pequeño hijo
Fui una adolescente de dieciséis años. Me casé y a los diecisiete nació mi primer hijo; queríamos que entre nuestros hijos no hubiera mucha diferencia de edad. Empezó el proceso del embarazo; todo marchaba bien y el médico decía en las revisiones que todo iba fenomenal, que no tenía de qué preocuparme. Hasta que un día, cuando salía de trabajar, pregunté al regresar a casa:
—¿Dónde está la señora Martina?
Me respondieron que en el terreno, pues ella trabajaba en la agricultura. Fui a verla y la encontré cargando unos bidones de agua para fumigar las plantas, por lo que decidí ayudarla. Fue el día de la tragedia. Tras bajar la carga de agua, me resbalé y rodé golpeándome la tripa, donde albergaba a mi pequeño hijo de siete meses y una semana. De inmediato, fui al hospital, en el cual pasé varias semanas, pero no se pudo hacer nada. El médico, entonces, me dijo:
—Tengo que ponerle una inyección.
—¿Para qué? —Le pregunté.
—Para que le produzcan los dolores del parto.
Esta fue una de las decisiones más duras de mi vida. Tras pasar unas horas, sentí el último latido en mi vientre, algo que me dejó una marca que nunca olvidaré. Con una gran tristeza, tuve que ser fuerte y continuar, ya que mi otro hijo me esperaba en casa con la familia y mi esposo.
Con el paso del tiempo, fui sanando, aunque me sentía culpable de lo ocurrido. Después de un largo periodo, decidimos tener a mi tercer hijo y más adelante mi niña, la cuarta. ¡A todos los amo! Tras pasar el tiempo, mis hijos crecieron y un día decidí contarles la triste historia de su hermano; sintieron nostalgia y, de vez en cuando, lo recordamos. Hasta el mismo día de hoy, en que decidí escribir esto.